Noto el sabor de la sangre en la boca.
Agazapado tras un montículo de tierra fresca, recién amontonada, cojo mi arma y
la aprieto con fuerza contra el pecho. Observo a mi alrededor, en busca de mis
compañeros, todos soldados como yo, todos valientes, todos nobles, todos…muertos.
Oigo el silbar de las balas a mi alrededor, los disparos de las fuerzas
norcoreanas y chinas que nos buscan y el olor ácido de las bombas de humo.
Lentamente, me incorporo y echo un vistazo al frente. Lo que veo me deja sin
aliento…
En la lejanía, detrás de las
filas enemigas observo no menos de cuatrocientos soldados norcoreanos que marchan
hacia el este, precedidos por numerosos tanques chinos, camiones de suministro
y cañones para uso de infantería ligera. Un arsenal que no esperábamos
encontrar cuando desembarcamos en este maldito país… Ahora estoy solo, todos
mis compañeros están muertos, mi sistema de radio está estropeado, y no quiero
esperar a que caiga la noche por miedo a que soldados enemigos suelten a los
perros. Nada puedo intentar yo contra semejante grupo militar. ¿Qué diablos
puedo hacer?
Me levanto. Hace ya dos horas
del ataque que acabó con mis compañeros, y los norcoreanos que nos atacaron,
confiando quizás en que habrían acabado con todos nosotros, se retiran y
marchan rápidamente hacia el este, en pos de sus compañeros. Rápidamente
rebusco en mi mochila una brújula. Cuando al fin la encuentro, me oriento. Debo
llegar a la costa, donde sé que está el Portaaviones de la Armada Española Juan
Carlos I, y donde el ejército Coreano no se acercará. Camino con paso firme,
atento a todo lo que me rodea, con mi fusil apretado contra el pecho y con un
dedo puesto siempre en el gatillo. Aprovecho este extraño momento de calma para
pensar cómo y por qué hemos llegado hasta aquí…
Todo comenzó hace
aproximadamente siete meses. King Jong-un, líder supremo de Corea del Norte
amenazó a Corea del Sur y a EEUU con un ataque usando armamento nuclear, además
de cortar la mayoría de las líneas de comunicación con el extranjero. Lo cierto
es que nadie sabe quién disparó antes, solo que la guerra estalló, y que el
choque de fuerzas fue brutal. Palmo a palmo Corea del Sur se imponía sobre el
norte, hasta conseguir el control de casi toda la península. Cuando todo el
mundo daba por hecho que la guerra había acabado, China atacó a las fuerzas
surcoreanas, defendiéndose de una supuesta e inexistente intención de invadir
sus fronteras en un futuro próximo. En solo dos noches tropas chinas hicieron
retroceder cientos de Kilómetros a los soldados del sur. Estados Unidos se
posicionó a favor del Sur, China e Irán a favor del norte, Europa en conjunto
con la OTAN a favor del sur, Rusia decidió ser neutral… La III Guerra mundial
acababa de estallar y se lucharía en suelo coreano.
En principio España se declaró incapaz de
participar en el conflicto, debido a su sumamente precaria situación económica.
Todo cambió cuando un misil que se
dirigía a Estados Unidos impactó en una
pequeña localidad sureña, matando a más de doscientos civiles, hombres, mujeres
y niños completamente inocentes y ajenos a tal conflicto. La reacción española
fue un inmediato envío de tropas, aviones y buques de la armada. Una coalición
de cinco fragatas antiaéreas F100, destructores, cazaminas, submarinos… y toda
la flota de buques anfibios y portaaviones. Se aportaron además cazabombarderos
Eurofighter que operan desde las bases en tierra
japonesas. Un despliegue armamentístico que ningún país, con la excepción tal
vez de Estados Unidos, pudo superar. La muestra de un país que clama venganza…
En cuanto desembarcamos en Corea
nos dimos cuenta de nuestro fatal error. En la precipitación de nuestros
propósitos, apenas habíamos planificado correctamente las acciones de guerra.
Desembarcamos eufóricos, deseosos de demostrar nuestra valía, corriendo incansables
decenas de kilómetros, disparando insistentemente cada vez que el enemigo hacía
acto de presencia. Ilusos nosotros…
Caímos en una emboscada, hace
apenas unas horas de ello. Una lágrima se desliza lentamente por mi cara
manchada de barro y pintura verde militar. No lo soporto. Simplemente no puede
ser verdad. Recuerdo con plena claridad todo. Nuestro pelotón, compuesto por veinte
hombres, salió de un valle a la carrera, persiguiendo al que creíamos un
debilitado enemigo. Nada más lejos de la realidad. Yo corría a la retaguardia
cuando vi como tres compañeros caían al suelo desplomados. Otros cinco levantaron
las armas buscando la procedencia de los disparos. Cayeron muertos antes de
poder siquiera acercar el dedo al gatillo. Yo me resguardé a la derecha del camino,
tras un enorme montículo de tierra. En la carrera tropecé con un cuerpo inmóvil
y caí de cara contra el suelo. Un dolor inmenso atravesó mi mandíbula. Note la
boca como si masticase arena. Con un gesto de asco escupí un par de dientes
rotos y me concentré en mirar a mi alrededor. Todos mis compañeros yacen
muertos en el suelo, en posturas extrañas e inverosímiles, como víctimas de un
baile completamente macabro.
Noto el sabor de la sangre en la
boca.
DOS MESES DESPUÉS …
Sentado en la terraza de mi casa
contemplo los árboles, mecidos por una leve brisa. Observo la caída del sol
tras los montes, esperando ver el famoso rayo verde que Julio Verne aseguraba
que existía. En mi mano izquierda reposa una foto de veinte jóvenes militares, en
mi mano derecha una copa de whisky. Suspiro. Nada de nada. Ni olvido, ni olvidaré nunca, quizá mi
condena sea precisamente esa. Acordarme de los muertos mientras siga con vida.
Es por eso señores, que yo fui la mayor víctima de esta guerra.
Primer premio categoría absoluta del II Concurso literario IES Concejo de Tineo (2013)
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